jueves, 22 de agosto de 2013


Había una sencilla pero poderosísima razón por la cuál yo la amaba tanto: ella era feliz. Una mujer que irradiaba felicidad, que caminaba y hacía que las aves cantaran y que se despejaran las nubes de mi mirada. Su seguridad era algo que todas las mujeres envidiaban, y a mí me fascinaba. Su sonrisa hacía que los viejos cascarrabias del parque dejaran de alimentar a las palomas para responder la sonrisa. Su vestido de flores hacía que pareciera que iba esparciendo la primavera por todas partes dejando mejillas ruborizadas, sonrisas atolondradas y un pensamiento en la mente de todos haciéndolos desear ser felices. Todos se convertían en girasoles; se alzaban al verla, desaparecían las jorobas, soltaban luz que ella contagiaba, se mecían al compás de la brisa disfrutando de su calor y ella era el sol que nutría esa pequeña vereda que la llevaba a ocultarse en el horizonte dejándonos deseosos de un nuevo mañana.

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